ERIC

«Es impresionante constatar, una y otra vez, que la separación supuesta entre futuro y pasado, entre vida y no vida, entre lo que está inerte y lo que está vivo, es cada día más borrosa. (…) ¿Quién es más sabio, el que se olvida de su pasado e intenta inventar su futuro, o el que, manipulando como nadie sus retazos del pasado, consigue reconstruir su futuro?». Eduard Punset.

Quizá debido al confinamiento, o tal vez porque me llamó especialmente la atención lo curioso de la temática, hace unas semanas comencé a ver en una conocida plataforma digital una reciente miniserie titulada Perdedores.

En cada uno de los capítulos, se narra la historia personal de un personaje, más o menos conocido –sobre todo en el ámbito deportivo–, que había tenido que “saborear”, muy a su pesar, la derrota sin paliativos como leitmotiv en su vida profesional. 

Uno de los mejores capítulos –en mi opinión– está dedicado al golfista francés Jean Van de Velde, recordado por los amantes de este deporte por la increíble manera en la que perdió el British Open de 1999 cuando lo tenía todo absolutamente de cara para ganarlo, habiéndose convertido, así, en el primer golfista francés en la historia en alzarse con el prestigioso Torneo. 

Armado de una integridad asombrosa, dotado naturalmente de un genuino carisma y de un ácido sentido del humor, Van de Velde va narrando en primera persona la derrota que marcó su historia personal. La coherencia y la sensatez le acompañan en cada una de sus respuestas. 

Al final del documental, Van de Velde es interpelado por última vez: 

P. ¿Cómo crees que serás recordado por las nuevas generaciones de golfistas?.

R. Mire, las nuevas generaciones de golfistas ya no me conocen. Y es completamente normal. Ellos emulan a los nuevos jugadores, a los jugadores de su tiempo. ¿Acaso recuerda usted –devolviendo la pregunta al entrevistador– el nombre del ganador del British Open de 1918?. ¿No, verdad?. Pues eso.

La honesta y clarividente respuesta del gran golfista francés me hizo caer en la cuenta de lo frágil que es nuestra memoria colectiva –no tanto individual–. Lo frágil que es el recuerdo de quien hizo algo en tiempo pretérito, pero que, por los motivos que fueren, ya no hace en tiempo presente.

Este bien podría ser el caso de la figura de un gran amigo con el que tuve el privilegio de compartir siete años de docencia en el Centro Superior de Música del País Vasco –Musikene– y muchos más de sincera amistad. Y él es la razón de este texto.

La totalidad de los saxofonistas de mi generación –y por supuesto anteriores–, conocen perfectamente a Eric Devallon.

Eric fue un fantástico saxofonista francés, alumno de Daniel Deffayet (al que consideraba como a un padre) en el Conservatorio Nacional Superior de París, barítono y miembro fundador del legendario Cuarteto de Saxofones Diastema, profesor asistente de Claude Delangle en los Cursos Internacionales de Música de invierno de Benidorm, y profesor de los Conservatorios de Bayona (Francia) y Musikene (San Sebastián), hasta su retirada en 2012 afectado por un grave cáncer cerebral. 

Los que hemos conocido en profundidad a Eric, y hemos formado parte de su historia personal, musical, o laboral, solemos traerle de manera recurrente al presente en aras de ejemplificar a nuestros alumnos recurriendo a menudo a sus palabras, consejos, e incluso intentado, en algún momento, emular su fabulosa y genuina personalidad –cuando se enfadaba o irritaba por cualquier cuestión podía llegar a ser realmente exagerado, adorable, ¡e incluso divertido!–. 

Sin embargo, constato con tristeza que la mayoría de mis actuales alumnos no conocen a Monsieur Devallon. Me dicen que no les suena. Tal vez yo comienzo a ser demasiado viejo, ellos son todavía demasiado jóvenes, y además Eric nos dejó hace ya cuatro años. Su docencia se mantuvo hasta 2012 y, aunque su discografía junto a Diastema es profusa y extraordinaria, nunca grabó como solista, por lo que su figura individual en tanto intérprete languidece lenta y silenciosamente a medida que el tiempo pasa. Así es la vida. Vivimos, quizá más que nunca, sumergidos en la era de la inmediatez. En nuestro mundo digital –sin duda utilísimo, aunque a menudo brutal–, disperso y plagado de estímulos, nada perdura, todo perece, porque la continua sucesión de acontecimientos, más o menos banales, más o menos importantes, es frenética y, sobre todo, efímera. 

Pienso, con tristeza, que tal vez Van de Velde lleve razón. Somos recordados fundamentalmente por aquellos que vibraron junto a nuestras pequeñas hazañas y que disfrutaron de nuestra genuina amistad y compañía. A medida que la brecha de la realidad cotidiana se hace más profunda y el presente nos absorbe, somos olvidados por aquellos que nunca nos conocieron, que no nos disfrutaron, o que incluso quisieron olvidarnos. 

Pero, por supuesto, nada está perdido. En realidad, y en mi opinión, todo es ganancia.

Los que conocimos bien a Eric, y pudimos disfrutar durante muchos años de su sincera amistad, jamás olvidaremos al gran ser humano, al gran profesor, al fenomenal músico. Jamás olvidaremos su vitalidad y alegría, su gran personalidad, su ayuda, su bondad, y todo lo que, siempre a través del ejemplo personal, nos enseñó y formará parte para siempre de lo más profundo de nosotros. 

Una parte que, de forma natural, será compartida con los que ahora comienzan a hacer y que, sin siquiera saberlo, también formarán parte de esa herencia musical y personal que nuestro gran amigo nos regaló.